
El negocio del pollo
5 de la madrugada, te despierta el canto del gallo, el canto electrónico que suena cada mañana para sacarte del maravilloso mundo de los sueños y traerte de vuelta a este, el mundo del trabajo, el de sentir cansancio por horas, para después divertirse por unas pocas más, y luego caer rendido en la cama, hasta que cante de nuevo el gallito digital, y se repita el ciclo.
Por tu boca se desliza tu desayuno, tan velozmente que no logras saborearlo, sabes que si no te apuras no llegarás a tiempo a la central de abastos de la ciudad, los otros polleros acapararán la mejor mercancía y quedarán solo los pollos de abajo, los aplastados, los feos, los difíciles de vender.
Tu chófer, que llegó temprano, tiene ya 15 minutos esperándote para partir, puedes ver su coche desde tu ventana, un auto destartalado que en poco más de una década ha tenido más oficios que tú, y también ha viajado mucho más. Tú ni siquiera te acuerdas de cuando no eras pollero, y el viaje más largo que hiciste fue cuando te mudaste de tu pueblo a la ciudad, un viaje de 3 horas de vértigo que se ha convertido en uno de 3 horas de rutina, cada par de semanas, cuando lo repites para visitar a tus padres.
Subes al coche, saludas al chófer, un señor mayor que tú, que conociste porque algún otro pollero te lo recomendó. «Buenos días» le dices, «¡Excelente mañana caballero!» te responde. Te sientas y recuerdas cómo cuando lo contrataste por vez primera lo trataste como cualquier otro chófer de polleros, en tu mente todos esos eran iguales, en tu mente todos fueron chóferes siempre, todas sus vidas eran como tu vida, siempre homogénea, siempre igual, siempre cortando pollo. Pero este señor fue diferente, este no abría la boca solo para platicarte algún chiste o algún chisme, este contaba historias interesantes, que él mismo experimentó, durante su vida, mucho más larga y más variada que la tuya, et eso te fascinó, te hizo sentir respeto por él, pues era una tenue chispa de sabiduría, en tu mundo de monotonía, uno tan obscuro que el esplendor de cualquier favila te deslumbra como si fuera un astro de filosofía.
Enciende el motor y avanza hasta la esquina ¡Mala suerte! Un semáforo rojo os hace esperar un minuto parados, aunque no parece que vaya a pasar algún coche ni algún peatón por esa intersección. Entonces él te hace la plática, con la misma pregunta de siempre:
—¿Cómo os sentís vos esta mañana?
—Un poco cansado, no pude dormir temprano.
—¿Por qué no?
—Fui al cinema con mi mujer, vimos una película en la que una pareja de millonarios concebían unas gemelas hermosas, solo para después divorciarse y separarlas, hasta que años después se encontraban accidentalmente. Era supuestamente cómica la película, mi mujer salió risueña de la sala, yo no me reí ni una sola vez, incluso tomé una siesta en un momento.
—¿Entonces acabó tarde la película?
—No, acabó justo a tiempo para ir a casa y dormir adecuadamente, lo cual creí que haríamos, pero al recostarme en la cama, esperando por fin conciliar el sueño que me había producido esa película, mi mujer, que seguía encantada por esta, me dijo que ya era el momento de hacerlo…
—¿De hacer qué?
—Tener hijos.
Oír eso le impacta; aunque usualmente te comentaría algo inmediatamente, esta vez requiere algunos minutos de reflexión. Pero tú no quieres ni un segundo de silencio, después de haber mencionado tan delicado tema, así que continúas platicándole lo que sucedió.
—Me dijo que quería al menos 2, y si se podía, que fueran gemelas, lindas y pelirrojas, como las de la película. Yo le dije que eso no funcionaba así, que si los tuviéremos lo más probable sería que se parecerían a nosotros. Me aseguró que eso estaba bien para ella, y me intentó hacer proceder inmediatamente a su creación.
—¿Y entonces vos procedisteis?
—Entonces yo procedí a explicarle que el dinero es poco, que no tenemos casa propia ni coche familiar, que no podemos costear un niño ahora.
—¿Cómo se lo tomó ella?
—Muy mal, estalló en lágrimas, lágrimas de furiosa frustración ¿Qué opináis?
—Que no debería preocuparse tanto ella…
—Es lo que yo pensé también…
—…y que vos deberíais saber que eso será inevitable.
—¡¿Qué?! ¿Qué será inevitable?
—Que llegaren los hijos. No importa cuánto se evite, no importa qué tan hedonistas o egocéntricas sean las personas, hasta las más frívolas quedan eventualmente bendecidas con algunos retoños.
—No me asustéis.
—No os quiero asustar, solo avisar, y si acaso asombrar, con esos maravillosos sucesos: de los actos menos elegantes, menos pulcros, plenos de secretos, de dominación, de anhelos absurdos, y a veces de vicios, de abusos, de mentiras,,, nacen los nuevos humanos. Es todo tan brusco y tan salvaje que asusta. Por eso se suele amortiguar el bochorno con una relación amorosa, que compense lo brutal del proceso. Por eso es tan difícil explicar a los niños el proceso en sí, porque nosotros mismos no lo entendemos, ni lo soportamos.
—No lo sé, yo nunca pienso en todas esas cosas en mis momentos íntimos con mi mujer.
—Y por eso los niños llegan, porque nadie piensa con fulgor al fornicar, quien lo hiciera al instante se detendría.
Llegáis al enorme mercado: miles de metros cuadrados de naves comerciales dedicadas a clases de productos alimenticios específicas: una para los productos bovinos, otra para los caprinos, aunque los quesos, los yogures y las leches están todos en la nave de lácteos; también hay una de pescado, otra de mariscos, y muchísimas más. Et no tienen un orden lógico ni uno práctico, por lo que la nave avícola, en la que venden carne de todo tipo de aves —excepto de pollo— está muy lejos de la nave gallinácea; esta última se encuentra justo entre la nave apícola y la nave frutal. Las admiras todas, aunque su arquitectura es gris y sin adornos, te sientes fascinado por su inmenso tamaño —en tu pueblo nunca construirían un edificio tan enorme—, y a la vez molesto por notar que sus estacionamientos —que son aún más extensos que las edificaciones— ya están repletos de autos y camiones: ya llegaron los demás por sus mercancias, y habrá que lidiar con estos.
No hay espacio cerca de la nave gallinácea, por lo que os estacionáis frente a la nave apícola, que no suele estar tan concurrida, pero cuyos suelos están siempre muy pegajosos por la miel que inevitablemente se derrama en esa zona. Camináis, fuera y después dentro desta, tan rápido como podéis, aunque cada vez que pisáis el suelo este os frena, como si fueran los labios melosos de una doncella enamorada, que al lograr besar no se quiere despegar.
Ves a los diableros transportando barriles de miel y de cera, aunque, dado el desorden de las naves, hay otros que pasan con otros productos muy diferentes, todos dejando sus rastros particulares, ora un aroma de mar, ora un aroma forestal, ora unas gotas de sangre en el piso. Todas las substancias con las que después las cocineras experimentarán en sus laboratorios químicos, en sus cocinas… y que eventualmente deglutirán todos ¡Tanto complicarse solo para por unos segundos provocar sensaciones específicas en la boca!
Llegas a la nave gallinácea, y buscas el local del mercader que, sin más razón que la de la fe supersticiosa de la simpatía, crees que es el más honesto y el menos avaro. No está él presente, sino solo su hijo, que con desinterés atiéndete, y sin hacer un mínimo esfuerzo de ventas enséñate la mercancía. Notas que las únicas pechugas baratas disponibles están ya aplastadas y deformadas. Tu rostro hace evidente tu frustración, mas tu chófer, siempre tan positivo, no quiere que te sientas así:
—¡No os preocupéis! Al menos así no tendréis que aplanarlas más al momento de partirlas en filetes.
Llamas a un diablero para que transporte con su carretilla algunas decenas de kilogramos de esas pechugas aplastadas hasta el coche de tu chófer. Camináis hacia este, mucho más lentamente, pues la carga pesada alenta mucho el paso. Al llegar al pequeño puente en arco que lleva a la nave apícola, el diablero no va ya recto hacia la cima, sino de un lado al otro, paulatinamente escalando, para hacer que sea humanamente posible subir tu pesado pollo por esa pendiente. Aunque este espectáculo suele entretenerte, tu atención la roba de choz la caminata de una jovencita en minifalda, una moza tan ligera que escala ese mismo puente sin mayor dificultad. No solo tus óculos giran hacia sus piernas como la manecilla de una brújula gira hacia el norte, sino también los de los demás, incluyendo los del diablero, que se distrae y tira tu pollo al suelo súbitamente ¡No te alteres! No se ha contaminado, solo se ha aplastado más.
—¡Perdóneme caballero! Yo se lo recojo, deme un minuto solamente.
Mientras tu diablero se hinca para arruinar todavía más su espalda herniada cargando tu carne avícola, tratas de calmarte el susto oteando nuevamente el cuerpo de la niña, que se ha detenido y volteado para observar el desastre. Notas que son solo tus pechugas las aplanadas, car la nubilidad dota a las féminas con formas cuasi sinusoidales cuasi hechizantes, que undulan a la vez las planicies de tu espíritu. Tu chófer observa todo, al diablero, a la minita y a ti, et te intenta hacer recobrar la concentración.
—¡Mirad! Ya acabó de recoger el pollo, podemos continuar. No os preocupéis por la chica, seguramente trabajan aquí sus padres y ellos la trajeron para que camine daquén hacia su escuela, que no debe quedar lejos: quizás pasará diario por aquí, así que ya tendrás muchas más oportunidades de esguardarla extasiado, pero ahora vayámonos, pues ya es tarde y es urgente comenzar las operaciones comerciales de vuestra querida pollería.
Subes al coche, y este comienza la lenta carrera hacia tu pollería. Abres la ventanilla, mientras el chófer te dice algo, pero no lo oyes,,,
DEJAS QUE DISUELVA EL VIENTO
CON SU SOPLO LAS PALABRAS,
Y QUE TU CABELLO JACTA
INVOCÁNDOTE EL RECUERDO
DE LOS FINOS RIZOS SUELTOS
DE AQUELLA MUJER VENUSTA:::
PUEDES VERLOS Y SENTIRLOS,
MILES DE ESPIRALES FILOS,
QUE TÚ, CONVERTIDO EN AURA,
CON HARTAS CARICIAS LAUDAS.
—¡Despertad! Pues ya llegamos, se os hace tarde para abrir, y todavía tenemos que descargar el pollo.
Cargas, arrastras o avientas los costales de pollo crudo, que como lleva ya algunas horas descongelándose, despide un aroma sanguinario, al que ya te has acostumbrado. Mas hoy alguno que otro costal te sorprende con un sutil perfume meloso, por haberse impregnado de residuos de miel y de cera cuando tu diablero tirolo en aquel puente.
Ya descargado todo comienzas a preparar algunas piezas, apurado, tratando de acabar antes de que llegaren los clientes más madrugadores.
SECCIONAS UN POLLO CON LAS TIJERAS,
POR LOS CUARTOS TRASEROS TÚ COMIENZAS:
MUSLOS, PIERNAS ET PATAS;
LUEGO LOS CUARTOS FRONTALES TÚ TRINCHAS:
CUELLO, PECHUGA ET ALAS.
NI LAS VÍSCERAS TIRAS,
TÚ PÓNESLAS EN UN COSTAL APARTE,
MAS NO PARA VENDERLAS,
YA QUE CÓMPRALAS NADIE,
SINO PARA OFRENDARLAS
A LOS BENDITOS PERROS DE LA CALLE.
Pero no eres suficientemente veloz, ya está aquí la primera cliente, una señora mayor.
—Buenas tardes amable pollero. Fíjese qué lleno está mi carrito, solo me hace falta pollito para el caldito de hoy. Proporcióneme por favor doscientos cincuenta gramos de pierna, otros doscientos cincuenta de muslo, y quinientos de pechuga.
—Muy bien señora, lo tendré listo en seguida.
DESTRERO UN POLLO TAJAS:
MUSLOS, PIERNAS ET PATAS;
CUELLO, PECHUGA ET ALAS.
—¿Cómo se encuentra usted hoy, señor pollero?
—Muy bien, señora, gracias por preguntar ¿Y usted?
DESTRERO UN POLLO TAJAS:
MUSLOS, PIERNAS ET PATAS;
CUELLO, PECHUGA ET ALAS.
—¡Ay! Yo estoy muy bien, señor pollero, fíjese que…
DEJAS QUE CORTEN LAS TIJERAS
SUS PALABRAS ASAZ SOMERAS.
DESTRERO UN POLLO TAJAS:
MUSLOS, PIERNAS ET PATAS;
CUELLO, PECHUGA ET ALAS.
ENTONCES, DE ENTRE EL MONÓTONO RUIDO
DESTE TRABAJO TAN REPETITIVO,
ELLA EMERGE CORRIENDO, HACIA TI, CONTENTA,
CON SUS EXTREMIDADES UNIDAS, PERFECTAS.
DESTRERO TU LE BESAS
MUSLOS, PIERNAS ET PIES;
CUELLO, PECHOS ET PALMAS…
Y OBNUBÍLATE SU SABOR A MIEL.
MAS EL MUNDO CONTRADICE TU ARMONÍA,
TUS OJOS CASTIGA,
TU MUNDO TERMINA.
—¿Y su esposa cómo está, señor pollero?
Ni la fuerza agresiva con la que azotas el aplanador en contra de las ya muy aplastadas pechugas —tratando en vano de darles una forma apetecible— es tan intensa como la del golpe que esa pregunta ha dado a tu espíritu, interrumpiendo súbitamente tu fantasía.
—Muy bien señora, gracias por preguntar.
—¡Qué alegría oír eso! ¡Cuídela bien! No olvide que el matrimonio es la base de la familia, y la familia es la base de la sociedad. Sin parejas juntas y felices no hay sociedad.
—Eso haré, no se preocupe… ¿Y su esposo cómo está?
—¿Eh? Supongo que bien… En fin, apúrese con el pollo, que tengo prisa.
LAS HORAS PASAN, LLEGAN LOS CLIENTES, VANSE LOS CLIENTES.
EL ANHELO QUEBRANTADO AGONIZA ETERNAMENTE,
PUES NO PUEDE MORIR, SINO SOLO SUFRIR, POR SIEMPRE.
DESTRERO UN POLLO TAJAS:
MUSLOS, PIERNAS ET PATAS;
CUELLO, PECHUGA ET ALAS.
El panorama urbano pasa de ser cerúleo y luminoso a lúgubre y tenebroso. Con las fuerzas que te quedan cuentas las últimas monedas, y las guardas en tu bolsillo; nunca parecen suficientes, nunca lo son, mas hoy eso poco importa, hoy es un día de miel. Caminas a tu casa, casi deambulando, como abeja que vira según percibe los aromas de las flores, tratando de imaginar nuevamente la faz pulcra y la mirada divina de aquella niña.
Llegas a tu casa, cruzar cada umbral te cuesta varios minutos de silencio y de quietud. Todo está en silencio, tu esposa duerme, tu esposa no nota lo lento que caminas ¡Qué suerte! ¡No te pedirá reproducirte hoy! Te acuestas en la cama, con ella, la abrazas fuertemente, tratas de concentrarte en la tibieza de su cuerpo, mas tu imaginación intranquila rápidamente te hace percibir un perfume de miel, y sentir que entre tus brazos es un cuerpo más esbelto y tierno el que estrujas. Solo así logras dormir, llevándote a la doncella de miel a tus sueños.
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